Wikcionario (es.wiktionary.org) dice de "Juan
Dorado" que es el "Nombre con
el que los delincuentes llamaban a las monedas de oro". En este caso
el autor de este escrito, de ese nombre, es doctor en ciencia política de la
Universidad Complutense de Madrid, en cuya publicación "Foro Interno. Anuario de Teoría Política", en su vol. 13
(2013), fue publicado el siguiente clarificador texto que a continuación
reproducimos, elaborado a partir de extractos de su tesis doctoral, estudio
donde analiza algo del contexto sociológico del antiguo gnosticismo y cómo ello
repercutió en su ideología, o cómo sus ideas se reflejaron en o fueron
coincidentes con un mundo tal.
"Creo que lo
que llamamos nuestra sombra, aquí, en la tierra, es nuestra sustancia
verdadera... Creo que nuestro cuerpo no es sino las heces de nuestra mejor
parte" (Herman Melville, Moby Dick).
Ante
la quietud, lo inflexible, lo inmutable, el orden o el cosmos, los gnósticos
traerán el desorden como una proyección del desgobierno de sus vidas en sus propias
creencias. Su actitud será la de negar radical, violentamente, que el mundo que
vemos, palpamos u oímos tenga el sentido que el discurso greco-cristiano, dominante
en los primeros siglos de nuestra Era, imponía desde el prestigio del pedestal
de las estatuas. Derribar esas estatuas, hacerlas añicos y esbozar una sonrisa
de satisfacción sobre los destrozos fue su primer objetivo. Los gnósticos se
plantaron en mitad del laberinto, no quisieron seguir ni a derecha ni a izquierda,
sólo encontraron muros que obstaculizaban su ansia de hallar la salida, así que
miraron hacia adentro y después hacia arriba, y en las dos direcciones sólo
vieron el cielo. Y el cielo no tenía muros, ni barreras, ni límites, ni
fronteras. Así que decidieron pasar su vida mirando hacia arriba. Pero sus
cuerpos nunca salieron del laberinto.
Quizá
la primera pregunta que podríamos hacernos es ¿en qué mundo, bajo qué premisas
o ideas, en qué situación política o social surge el gnosticismo? Los más
importantes de los grupos gnósticos aparecieron en los primeros siglos del cristianismo
en la parte oriental del Imperio romano, es decir, en ese Oriente tan civilizado
al que Alejandro Magno (356-323 a.C.) y sus generales (los diádocos) habían enseñado a hablar —y a pensar o a sentir— en
griego. Este pupilo de Aristóteles (384-322 a.C.) emprendió campañas
victoriosas hasta el río Indo acabando con la hegemonía militar persa, al
tiempo que logró asimilar, mediante una inteligente política de matrimonios
mixtos, a las élites persas, babilónica o egipcia a la cultura de los nuevos
conquistadores. Su empresa fue un éxito durante siglos, dejando a los romanos
un terreno abonado para su posterior dominación militar y política, aunque no
cultural: la cultura de las élites, también la de los mismos romanos, continuó
siendo de hecho griega.
La
expansión supranacional de la cultura griega, a raíz de las conquistas de
Alejandro, dará lugar a lo que se conoce como periodo helenístico. Con la Roma imperial esa realidad cambiará los
significados de Oriente y Occidente, siendo propiamente Grecia sólo una pequeña
parte occidental del gran Oriente griego. El gnosticismo será un movimiento
religioso e intelectual que tendrá su auge en el siglo II, cuando ese mundo
helenístico entre en una profunda crisis de valores por la irrupción de una
nueva religión, el cristianismo, que pasará de secta judía a religión oficial
del Imperio romano [1]. Aunque también puede pensarse que el cristianismo,
incluso el más ortodoxo, en su labor de síntesis entre el Logos helénico y el monoteísmo judío, fue, en realidad, el
gnosticismo triunfante que tachó de heréticos al resto de sistemas gnósticos.
Desde Pablo de Tarso (ca. 5-67 d.C.) esa nueva religión estará impregnada de
elementos propiamente gnósticos. No deja de resultar sugerente la afirmación de
Adolf von Harnack (1851-1930) sobre la diferencia entre el cristianismo
gnóstico y el cristianismo católico: el primero representaba una "helenización aguda" de las
creencias monoteístas, mientras que el segundo consistía en la "helenización crónica" de las
mismas [2].
[1] Hay que tener en cuenta, sin
embargo, la existencia de una gnosis
judaica que se desarrolló en el siglo I, con influencias del platonismo, cuyas
primeras muestras se encuentran en las alegorías de Filón de Alejandría
(15/10–45/50 d.C.). Sus miembros más destacados fueron Cerinto, Dositeo y,
especialmente, Simón Mago. Véase José Montserrat Torrents, Introducción General, en Los Gnósticos,
vol. I, Madrid, 1983, pp. 21-32.
[2]
Hans Jonas, La Religión Gnóstica. El Mensaje del
Dios Extraño y los Comienzos del Cristianismo,
Madrid, 2003, p. 70. Véase también Henri-Charles Puech, "El Problema del Gnosticismo", en En Torno a la Gnosis I, Madrid,
1982, pp. 191-192.
EL
UNIVERSO ORDENADO
Ahora bien, ¿a qué se oponen esos pensadores
gnósticos?; ¿qué es lo que les resulta tan insoportable como para declararse en
rebeldía?; ¿cuáles eran los valores o las ideas que se les hacían tan
insoportables? Principalmente, se oponían con desesperación rabiosa a una idea
que era mucho más que una idea, que era toda una configuración intelectual que
actuaba como cimiento del mundo helénico. Nos referimos a la idea de Kósmos. Los gnósticos van a
plantear contra esa fe, contra esa religión del racionalismo greco-romano, un
desafío contundente. Una rebelión que, sin embargo, se nos aparece como
huérfana pues nació enfrentada a los prestigiosos padres que inauguraron la Filosofía
clásica, esos venerables abuelos del pensamiento occidental que aún son objeto
de devoción en las academias del mundo occidental.
Ante
una tradición ideológica tan avasalladora, reverenciada por sus grandes resultados
intelectuales, que actuaba como un poderoso "agente
conservador" (Jonas, op. cit.,
p. 259), el gnosticismo se propuso como una antítesis orgullosa. Los gnósticos estaban,
en cierto modo, atentando contra una de las formas de esa piedad familiar tan rígida y tan característica de la mentalidad
helénica, la misma piedad que más tarde —y hasta hoy— pasará a ser uno de los
estandartes del mundo greco-cristiano. Y, como no podía ser de otra manera, la
impiedad merecía el más severo de los castigos. De ahí que quede tan poco de
las fuentes originales del gnosticismo, y que ese poco que conocemos de sus
argumentos filosóficos o religiosos se lo debamos a los que fueron sus píos
perseguidores.
El
Kósmos era un concepto al que una
larga tradición griega le había otorgado la más alta dignidad religiosa. Todo
lo relacionado con él conllevaba el respeto y la admiración; se trataba de una
idea plena de connotaciones positivas en la cultura helénica. Esto es así
porque significaba "orden" en general, un atributo que era aplicado
no sólo al mundo sino también a una casa, a una ciudad, a un grupo o a una vida
(Ibid., p. 261). En el mundo griego
algo se ennoblecía, adquiría rasgos sagrados, cuando estaba ordenado. Debemos tener en cuenta que si
se usaba la palabra kósmos para hacer
referencia al universo, ese concepto no denotaba el Todo como suma cuantitativa de lo existente sino su cualidad de totalidad ordenada.
El
universo era considerado como el ejemplo más sublime del orden, y era, además,
la causa de los diferentes órdenes particulares que deben imitar las dos
características definitorias del modelo primario: la belleza y la racionalidad
(Ibid., p. 262). Es decir, lo bello y
lo racional alcanzaban en el universo su manifestación más pura y elevada. La
armonía de los movimientos celestes era considerada en el mundo griego clásico
como la prueba visible de un orden intrínsecamente divino. Éste era el motivo
por el que Platón (ca. 427-347 a.C.), en una de sus habituales proyecciones
omnipotentes, consideraba al kósmos
como un "viviente provisto de alma y
razón", sin rastro de maldad o mezquindad, algo propio de seres inferiores
como los humanos, quienes deben aspirar a esa bondad ordenada en grado sumo
(Platón, Timeo, 30c). En esto, como
en tantas otras cosas, su discípulo Aristóteles mantuvo las enseñanzas de su
maestro, despreciando los asuntos humanos al considerarlos como una parte
degradada de la inagotable y racional belleza del Kósmos:
«Sería
absurdo considerar la política o la prudencia como lo más excelente, si el
hombre no es lo mejor del cosmos...Y nada cambia, si se dice que el hombre es el
más excelente de los animales, porque también hay otras cosas mucho más dignas en
la Naturaleza que el hombre, como es evidente por los objetos que constituyen el
cosmos» (Aristóteles, Ética
Nicomaquea, VI. 7).
En
su último diálogo, Las Leyes, Platón
vincula explícitamente kósmos y
organización política. Los gobernantes ideales, aquellos que actúan según el modelo
de los dioses que "han de regir perpetuamente
el universo entero", se asemejan, de algún modo, "a los aurigas de carros que rivalizan entre sí o los pilotos de
navíos" (Leyes, 905e). Pero,
quizás sea mejor, como apunta el filósofo, compararlos con los "jefes de un campamento [militar]",
o en todo caso, con "médicos prevenidos,
en relación con el cuerpo, contra la guerra que promueven las
enfermedades" (Ibid., 905e),
lo que nos da una idea de la antigüedad de las metáforas corporales en la
filosofía política occidental.
Lo
que, tras el velo de una argumentación racional, nos quiere decir el Ateniense [3] es que una ciudad necesita
de un jefe, de un fuerte poder ejecutivo, que se comporte como el general de un
ejército, esto es, que extinga cualquier posible disidencia y extienda la
disciplina ante la posibilidad siempre presente de que haya que enfrentarse con
algún peligro que arruine la polis o
que la lleve a la tan temida disolución. El orden de la ciudad debe, ante todo,
imitar el orden cósmico:
«El
que se ocupa del universo tiene todas las cosas ordenadas con miras a la preservación
y a la virtud del total, mientras que cada una de las partes de éste se limita
a ser sujeto u objeto, según sus posibilidades, de lo que le sea propio. Y cada
una de estas cosas, hasta en la más pequeña escala, tiene en cada acto o
experiencia unos regidores [4] encargados
de realizar un perfecto acabamiento incluso en la más mínima fracción» (Ibid., 903b).
[3] En Las Leyes, el protagonista
del diálogo no es Sócrates, como en los más famosos diálogos platónicos, sino
un personaje llamado el "Ateniense", que formula las teorías del
autor.
[4] El término griego
original es árchontes que, más tarde,
servirá a los gnósticos para designar a las potencias malvadas con las que el
Demiurgo controla nuestro mundo terrenal.
Esta
visión griega contrasta fuertemente con la tradición judía, no sólo porque en
ella está presente la creencia en que Yahvé, un único locus de omnipotencia, creó el mundo ex nihilo, lo que suponía un auténtico tabú en el
helenismo —una cultura incapaz de pensar la Nada—, sino muy especialmente por
la alta consideración del hombre como cima de la creación. Para el judaísmo,
los cuerpos celestes no son divinos ni perfectos sino únicamente materia sin
vida y, por lo tanto, inferiores en dignidad a cualquier animal, ya no digamos
al ser humano. La divinización del cosmos no podía tener ningún sentido para un
hebreo, puesto que el concepto de Naturaleza, de una realidad física con leyes independientes
a la voluntad del creador, es ajeno a la Torá.
En
los territorios helenizados de Oriente Medio, y ya en los primeros siglos de la
Era cristiana, el sentimiento de pertenencia y de identidad que ligaba a la ciudadanía
con sus espacios públicos más próximos, y que caracterizó a la polis clásica, había quedado muy
erosionado [5]. Ahora las autoridades políticas quedaban muy alejadas, fuera de
la vista y del oído del ciudadano corriente, que lo más cerca que estaba del
poder político era contemplando una estatua, es decir, el cuerpo petrificado de
algún Emperador o de un monarca local aliado del Imperio. La personificación
del poder se irá consolidando bajo la dominación romana, al tiempo que los Emperadores
irán adquiriendo una veneración religiosa.
[5] Ya desde el periodo posterior a las
conquistas de Alejandro Magno, "El
tipo de actividad política... era muy diferente a aquella de los días en que la
polis griega era realmente
independiente... Por muchas razones, que van desde la búsqueda de una mayor
seguridad a la creación de nuevos valores cívicos, las ciudades del mundo
helenístico se vieron obligadas a cambiar el modelo de vida pública" (Frank
W. Walbank, The Hellenistic World, Cambridge,
1992, pp. 141-142).
El
efecto de las escuelas cínicas y epicúreas en la cultura política helenística había
sido el de disolver los vínculos estrechos entre el ciudadano y la polis.
El pensamiento post-aristotélico había servido para romper el cordón umbilical
[6] que unía a las personas con la ciudad en la que habían nacido y pasaban su
vida. El estoicismo que, a pesar de su origen griego, pasaría a convertirse en
una especie de corriente filosófica oficial del Imperio romano, elaboró su devoción
cósmica o universalista cuando el sentimiento de extrañamiento entre los
ciudadanos y sus gobernantes estaba ya muy asentado.
[6] Homero describe cómo en los
enfrentamientos entre aqueos y troyanos, los guerreros de cada bando portaban
con sí unos escudos que, en la traducción que manejamos, son adjetivados como
"umbilicados", sugiriéndonos quizá una relación muy honda, casi
maternal, entre ese instrumento de protección y su portador: "Y ellos [aqueos y troyanos], cuando encontrándose a un mismo sitio
vinieron, / chocaron junto escudos y junto lanzas y ánimos de hombres / de
coraza de bronce, y los umbilicados escudos / pegaron uno a otro, y se alzó
mucho el fragor del combate" (Homero, Ilíada, libro VIII, vv. 60-63).
La
enorme expansión del escenario político no alteró, sin embargo, la doctrina clásica
de la interrelación armoniosa entre el Todo y las partes. Pero ésta sí dejó inevitablemente
de dar cuenta de la situación cotidiana del ciudadano que habitaba una nueva polis ampliada hasta casi todo el mundo
conocido. Ahora esa gran ciudad será nada menos que el Cosmos, y ser ciudadano
del universo, un cosmopolita, no solo
será una aspiración filosófica sino una realidad que podía abrumar a unos seres
humanos sin referencias más cercanas.
A
los hombres y mujeres del Imperio se les proponía alegremente que se integraran
en el kósmos como partes de un todo
omnipotente, teniendo ellos en su interior un componente también divino, un logos que los emparentaba con un universo
sabio e infinitamente virtuoso. En el fondo, esas declaraciones deberían sonar
a los ciudadanos del Imperio como las órdenes de un director de escena en un
montaje teatral de proporciones gigantescas. Al fin y al cabo, la principal
misión del ciudadano sería a partir de entonces la representación lo más fiel
posible de su rol en la sociedad, un rol predeterminado por la providencia cósmica.
La
analogía entre el kósmos
y el ciudadano hace que éste se encuentre en medio de un desvarío en el que ha
perdido por completo el control de su vida. La ascensión vertiginosa de la polis al cosmos en la civilización
helenística dejaba desorientados, y un tanto abandonados, a individuos para los
que el gobierno de sus vidas aparecía impuesto nada menos que por la fuerza de
las estrellas. El sentimiento de indefensión ante esas energías descomunales,
que debían además soportarse pasivamente, estaba llamado a producir un
terremoto en el plano de las creencias. La protesta se elevará a los cielos,
será un grito desesperado con los adornos de la filosofía griega y de las
nuevas corrientes religiosas orientales, y se llamará gnosticismo.
LA
GRAN NEGACIÓN
"La actitud gnóstica es principalmente
negación" [7]. Así de categórico se pronunciaba Henri-Charles Puech (1902-1986),
historiador francés y especialista en los movimientos gnósticos. Sin embargo,
cuando un lector actual quiere aproximarse a esas formas de pensamiento y
religiosidad de la Antigüedad tardía se da cuenta de que tanto los filósofos
paganos como los primeros intelectuales del cristianismo se afanaron
constantemente en negar radicalmente las explicaciones que sobre la divinidad,
el mundo, el tiempo o la situación del hombre en el mundo ofrecían esos
pensadores heterodoxos.
[7] Henri-Charles Puech, La Gnosis y el Tiempo (1952), en En Torno a la Gnosis I, p. 268.
No
hay que dejar de lado el hecho de que el cristianismo de los primeros tiempos
aspiraba a convertirse en un sustituto válido de la religiosidad helenística. Por
esa razón, ya desde las epístolas de Pablo de Tarso, primero judío helenizado y
después
converso cristiano, la Redención que predicaba esa nueva religión era vista
como una paidagôgia, pues relataba la
historia sagrada de la salvación "como
un medio pedagógico del que Dios se
sirve para formar y educar poco a poco a la Humanidad y conducirla a una
gloriosa madurez" (Ibid., p.
284). La aparición de Jesucristo se situará en el centro de la Historia, y
marcará el paso hacia un futuro más perfecto: el Antiguo Testamento progresa
hacia el Nuevo Testamento. En ese
progreso inevitable se hacía necesaria la superación de la ya caduca ley
mosaica [8].
[8] "De
este modo queda abrogada la ordenación precedente, por razón de su ineficacia e
inutilidad, ya que la Ley no llevó nada a su perfección, pues no era más que
una introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios" (Hebreos 7:18-19).
La
sangre derramada por Jesús de Nazaret en la cruz también simboliza, en la
interpretación paulina, el final de una primera etapa en la historia de la salvación
de los hombres. Con ella se cumplió el final de la antigua alianza entre Yahvé
y el pueblo judío. Había llegado la hora de un contrato más universalista, alejado
de deidades tribales, que integrara a todos los ciudadanos del cosmos, los cosmopolitas.
Nos referimos a ese mundo helenístico tan ancho y tan avanzado que Pablo se
encargará de recorrer anunciando el final de una época y el reparto de una
herencia a quienes estuvieran dispuestos a seguirlo [9].
[9] Para Pablo, Jesucristo era "el mediador de una nueva Alianza; para
que interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera
Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida. Pues
donde hay testamento, se requiere que conste la muerte del testador" (Hebreos 9:15-17).
Los
gnósticos, en cambio, harán saltar por los aires tanto la concepción cristiana
del tiempo —rectilínea y progresiva, con un principio y un final absolutos— como
la helénica, basada en un modelo circular e inmutable sin ningún sentido
histórico específico [10]. Para ellos, la aparición de Cristo supone entrar en contacto
con una verdad que anula tanto la Historia como el Kósmos. Ambos son imposturas
que nos encadenan a un mundo cruel y despiadado.
[10] Véase la exposición clásica en Platón, Timeo, 37c–38c.
Al
contrario que para Pablo y sus seguidores cristianos más ortodoxos, los gnósticos
pensarán que el Antiguo Testamento ni
anuncia ni predispone nada. Con la venida del Salvador, el tiempo se rompe en dos
partes que se contradicen y de las que la segunda es la sana y disuelve a la
enfermedad que suponía la primera. Los profetas de las escrituras hebreas eran,
para el gnosticismo, los aliados del Demiurgo, o lo que es lo mismo, de un dios
impostor que ha creado un cosmos lleno de maldad, suciedad y sufrimiento. La
divinidad que trajo Jesús supone una novedad absoluta que rompe para siempre el
encantamiento con el que estamos apegados a la materia, una mera ilusión
óptica, y al tiempo, un triste sucedáneo de la eternidad. Las creencias
absolutamente trascendentes del gnosticismo no sólo serán anti-cósmicas,
también serán anti-históricas (Puech, op.
cit., p. 298). Había llegado el momento de escapar de esta cárcel de los
sentidos, de este "abismo
infernal" que llamamos mundo, de esta "noche de la carne", y despertar a una vida no de los
cuerpos sino del espíritu (Ibid., p.
300).
CONOCIMIENTO
SALVADOR
Las
persecuciones a las que fueron sometidos por la Iglesia oficial hace que
existan muy pocos testimonios y escritos directos de autores gnósticos [11].
Las fuentes casi exclusivas para el conocimiento del gnosticismo en su época de
esplendor provienen de los heresiólogos eclesiásticos, los oponentes de los
gnósticos, fundamentalmente de dos de ellos: Ireneo de Lyon (ca. 130-202 d.C) e
Hipólito de Roma (ca. 170-236 d.C). Sin embargo, hay que añadir que el primero
de ellos, Ireneo —quien, procedente de Esmirna, acabaría sus días como obispo
en tierras galas—, escribió su popular Adversus
Haereses (Contra las Herejías) [12] alrededor del año 180 d.C, esto es,
contemporáneamente al surgimiento de los mismos movimientos a los que tan
fieramente se opuso. Sobre la enorme variedad de ideas entre los gnósticos, Ireneo
comentará burlonamente que éstos pasaban su vida «dando a luz, cada día, en la medida que pueden, alguna cosa nueva: ya
que nadie es "perfecto" entre ellos, si no ha "dado frutos"
en enormes mentiras» [13].
[11] Esta situación
cambió un tanto desde el descubrimiento en 1945 de una importante colección de
manuscritos gnósticos, escritos en diversos dialectos coptos, en la población
egipcia de Nag Hammadi. Esos códices datan de los siglos III y V, es decir, son
posteriores a la época del gnosticismo clásico, al que nos referimos en estas
páginas. Dos expertos en este campo, Hans Jonas y José Montserrat Torrents,
consideran que, a pesar de tratarse de un importante hallazgo, esos documentos no
anulan los escritos de los heresiarcas cristianos. Al contrario, confirman su
descripción de las doctrinas gnósticas. Por su parte, José Montserrat cree que
la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi "despertó
grandes esperanzas entre los investigadores... Ahora bien, a medida que se
avanza en el conocimiento de la biblioteca, aumentan las perplejidades y aun el
desencanto... Por más interesante que sea su contenido, su problemática
conexión con el resto del mundo antiguo disminuye su valor aclaratorio y
comprobatorio respecto al gnosticismo clásico. En resumidas cuentas, resulta
más interesante para una tipología de la gnosis que para una historia del gnosticismo" (Montserrat Torrents, Introducción General, p. 21). Véase
también Jonas, La Religión Gnóstica,
p. 310.
[12] Eric Voegelin
consideraba a esta obra "un tratado
sobre el tema [el gnosticismo] que
debe seguir consultando el estudiante que quiera entender las ideas y los movimientos
políticos modernos" (Eric Voegelin, La Nueva Ciencia de la Política, Bs. Aires, 2006, p. 155).
[13] Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, en Los Gnósticos, vol. I, I. 18, 1, p. 185.
La
palabra Gnosticismo, que se ha usado
para agrupar a esas sectas consideradas heréticas por los primeros padres de la
Iglesia, deriva de gnosis,
término griego que designa el "conocimiento". Pero no es un
conocimiento cualquiera, de un ámbito concreto de la sociedad o del mundo
natural, sino el conocimiento de Dios,
es decir, la forma más elevada posible de sabiduría que un ser humano pueda
alcanzar. Su fin explícito se dirigía a alcanzar la salvación a partir de unas
doctrinas sólo conocidas por los miembros de esas corrientes espirituales. En
palabras de Puech, diríamos que la gnosis
"es un conocimiento absoluto que
salva por sí mismo... el gnosticismo es la teoría de la obtención de la salvación
por el conocimiento" (Puech, op.
cit., p. 289).
El
objeto último de la Gnosis, como
decimos, es Dios. Pero los
efectos de tal conocimiento son la transformación completa del alma del
conocedor. Conocimiento y salvación se implican mutuamente, guardan una
relación de identidad, y objeto y sujeto se funden en una fantasía omnipotente
proyectada desde el mundo interno del seguidor de esas doctrinas. Esto guarda
cierta relación con la theoria
griega, si bien ésta mantiene más distancia con el objeto de sus
desvelos. En la theoria, la relación cognitiva
entre sujeto y objeto es "óptica", es decir, se establece una
relación visual pero la forma o modelos ideales no se ven alterados por la
visión [14]. El conocimiento gnóstico, en cambio, supone una entrega activa del
conocedor a la divinidad y en ese proceso de unión mística, el alma (psyché) saldrá depurada, purgada de
mezclas impuras con la materia corporal, y convertida en espíritu (pneuma) (Jonas, op. cit, p. 69).
[14] En la clásica argumentación de
Platón, de este modo, el ser humano, encarcelado en un mundo de apariencias,
conseguiría "con ayuda de la razón y
sin intervención de ningún sentido" llegar a "liberarse de las cadenas" y "volverse de las sombras hacia las imágenes y el fuego y ascender
desde la caverna hasta el lugar iluminado por el Sol" (Platón, La República, 532a-b).
Dejemos
que sea Ireneo quien nos cuente cómo entendían los valentinianos, una de las
principales escuelas gnósticas, esta experiencia de reciprocidad entre conocimiento
y salvación espiritual:
«La
perfecta redención consiste para ellos en el mismo conocimiento de la grandeza
indecible. Puesto que la deficiencia y la pasión han existido por la ignorancia,
por medio del conocimiento es destruída toda substancia proveniente de aquélla,
de tal modo que es la gnosis redención del hombre interior. Pero no la conciben
corporal, pues el cuerpo es corruptible, ni psíquicamente, puesto que el alma procede
de la deficiencia y es como la casa del espíritu; por tanto, también la
redención tiene que ser espiritual. El hombre interior, el espiritual, es
redimido por medio del conocimiento, y a los tales les basta con el conocimiento
de todas las cosas. Ésta es la verdadera redención» (Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, I. 21, 4, p. 195).
LA
RAÍZ SIN PRINCIPIO
Si
hay un rasgo que sobresale en el gnosticismo en todas sus variantes es la
oposición que se establece entre el cosmos (la Creación) y Dios. Al dios de los gnósticos no se le puede en modo alguno
responsabilizar del mal que existe en nuestro mundo, un mundo que, en
definitiva, no es otra cosa que una manifestación material de ese mal. Dios no ha creado el cosmos, ni lo
dirige. De hecho, cualquier relación que se estableciera entre esa divinidad y
el mundo material sólo serviría para manchar la extrema pureza del dios de los
gnósticos. Su trascendencia es absoluta: se sitúa más allá del cosmos y sin
ningún contacto con el mismo. Además, el mundo no lo conoce, permanece en la
ignorancia completa de la existencia de ese dios, el único digno de tal nombre.
Su
único compromiso con el mundo —y compromiso es un término quizá inadecuado— es
la salvación de los espíritus encerrados en él, para procurar su huída de esta
prisión de los sentidos. Esta salvación se lograría, como hemos apuntado antes,
por medio del conocimiento de ese dios "extranjero",
"desconocido", "inefable", "oculto",
"extraño", ajeno tanto a la cotidianeidad como a la historia de
los humanos y de la cosas que nos rodean (Puech, op. cit., p. 291-292). "Puesto
que la Deficiencia nació porque ellos [los hombres] no conocían al Padre, por eso, cuando llegaron a conocer al Padre, la
Deficiencia vuelve a la no existencia de forma instantánea" [15].
Entonces, la salvación, nuestra posibilidad de alcanzar la verdad que nos
permita escapar de la esclavitud del tiempo y el espacio, está en nuestras manos,
siempre que sigamos sus doctrinas para iniciados, esas que nos quitarán las
telarañas de los ojos.
[15] Evangelio de la
Verdad, 24:28-32, citado en Jonas, op.
cit., p. 328.
Ireneo
comienza su exposición sobre los valentinianos —la principal corriente del
gnosticismo cristiano helenista [16]— con estas palabras sobre el Dios
trascendente:
«Había,
según dicen, un Eón perfecto, supraexistente, que vivía en alturas invisibles e
innominables. Llámanlo Pre-Principio, Pre-Padre y Abismo, y es para ellos
inabarcable, es su manera de ser e invisible, sempiterno e ingénito.
Vivió
infinitos siglos en magna paz y soledad. Con él vivía también Pensamiento, a
quien denominan asimismo Gracia y Silencio» [17].
[16] "El valentinismo es, con mucho, la más importante de las
corrientes gnósticas. Para Ireneo, era la gnosis en sí (tout court). Sus ramificaciones se extendieron por
Oriente y Occidente, alcanzando el valle del Ródano y el Norte de África"
(Montserrat Torrents, Introducción
General, p. 56). Valentín, el fundador de esa corriente, era originario de
Egipto, y pasaría de Alejandría a Roma alrededor del 140 d.C. En Alejandría
habría tenido contacto tanto con la filosofía y mitología paganas como con las
doctrinas cristianas y judías. Se consideraba parte de la Iglesia romana,
aunque mantenía un doble lenguaje en sus enseñanzas: uno para el público
general y otro, esotérico, para los iniciados en su escuela. "Su doctrina exotérica se adaptaba a la
regla de fe de la Iglesia episcopal. Fue Ireneo quien puso mano en los escritos
internos de la escuela y denunció su heterodoxia" (Ibid., p. 58).
[17] Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, I. 1, p. 91. La
actividad de los creadores del mundo antes de la creación ya había sido
planteada antes por los estoicos; véase por ejemplo Cicerón, Sobre la Naturaleza de los Dioses, libro
I, cap. 9.
Podemos
observar cómo en la descripción de Ireneo sobresalen los rasgos negativos
respecto a esta sustancia primordial: no se la puede ver, ni nombrar ni abarcar.
Tampoco tiene edad ni es generada por nada. Su única compañera es Énnoia, el pensamiento sin palabras,
silencioso, cuyo único contenido es la divinidad misma y sus potencialidades
infinitas. Es decir, nos encontraríamos ante un dios sin ninguna necesidad
externa, autosuficiente y anterior a cualquier modalidad de comunicación. El dios
gnóstico existía antes de la palabra, del Logos,
que es un instrumento humano, no divino. La única teología posible ante tal
divinidad es una teología negativa (Jonas, op.
cit., p. 307): cualquier atributo positivo sacado del ámbito de los
sentidos equivaldría a manchar la perfección de esa deidad.
Lo
único que podemos conocer, en realidad, es que primordialmente sólo existían
Abismo y Silencio. De hecho, será el Silencio la "matriz" del primer "conyugio"
(syzygía): Intelecto (Noûs), elemento masculino, y Verdad (Alétheia), elemento femenino, de los que
surgirán el total de treinta emanaciones (también llamados "Eones") que formarán el resto del Pleroma [18] o plenitud de la divinidad, una región superior del
universo separada radicalmente del cosmos en el que nos movemos y vivimos los
mortales.
[18] Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, I. 1. Véase también
otra descripción de la formación del Pleroma,
fundamentalmente coincidente, en Hipólito de Roma, Refutación de Todas las Herejías, VI, 29:2-8. El término Pleroma evoca a la plenitud de la que
habla Pablo de Tarso en sus epístolas, ver Efesios
1:23 y Colosenses 1:19 y 2:9.
El
Pleroma, al que también se le conoce
como Totalidad o Todo (Jonas, op. cit,
p. 207), incluiría los diferentes aspectos o características de la divinidad,
en un orden jerárquico y descendente, siendo el Intelecto el primero en ser
emitido, el único con la capacidad de contemplar el Abismo, "la raíz sin principio" (Ireneo,
op. cit., I. 2, 2), mientras que los
demás eones aspiran y desean acceder a esa contemplación. Algo que, no
obstante, les está vedado.
LOS
ESPÍRITUS ELEGIDOS
Cuando
alguien accedía al conocimiento o gnosis
del Dios verdadero, el Otro inefable, encontraba una puerta oculta al resto de
los mortales deficientes en su
ignorancia, entraría en un recinto iluminado de acceso exclusivo para los gnostikoi. Esa presunción les permitía
estar y no estar a la vez en el cosmos compartido con los demás seres humanos.
Aunque vivían entre los condenados, ellos ya estaban salvados: el mismo
conocimiento de las realidades superiores y auténticas los había salvado de la
tiranía cósmica de los Arcontes, los
ángeles que dominaban el mundo y que controlaban la heimarméne, el "destino universal". Es decir, la gnosis por sí misma nos liberaba de unas
leyes cósmicas que actuaban como las cadenas que nos sujetaban a esta vida
estéril, inauténtica (Jonas, op. cit.,
pp. 77-78), que encerraban el espíritu (pneuma)
en un gigantesco recinto sin barrotes. Un espejismo que producía una falsa
sensación de libertad, cuando, en realidad, el ser humano vivía encerrado para
cumplir una cadena perpetua por el mero hecho de haber nacido.
Para
la doctrina valentiniana, los hombres están compuestos de las mismas tres
sustancias que componen a Sophia Achamot,
la sabiduría inferior arrojada del Pleroma.
Por una parte, fueron creados "a
imagen y semejanza" del Demiurgo, el dios adorado por judíos y cristianos,
y que no es otra cosa que un engendro de Sophia,
pues fue creado sin contacto con las realidades espirituales. A imagen de su
parte material, a semejanza de su
parte psíquica [19], pero el Demiurgo no podía insuflar a sus criaturas ninguna
parte espiritual, ya que él mismo carecía de ella. Finalmente, tanto los
hombres psíquicos como los materiales —siendo estos últimos la
especie más degradada— fueron revestidos con "una túnica de piel" a la que conocemos como "carne sensible" (Ibid.)
[19] Ireneo, Contra las Herejías, I. 5, 5, p. 122. Se trata de un exégesis libre
de Génesis 1:26.
Sin
embargo, al Demiurgo le pasó inadvertido el "retoño" espiritual que su
desconocida Madre había introducido en alguno de los hombres. Ese elemento
divino —procedente del parto de Sophia ante la contemplación de los ángeles que
acompañaban al Salvador—, fue "ocultamente"
colocado en algunas criaturas, sin que el Demiurgo "se diera cuenta", con el fin de que, "sembrado a través de él [el
Demiurgo] en el alma, que de él procede,
y en este cuerpo material, siendo gestado y habiendo crecido en ellos, se halle
dispuesto a la recepción del perfecto Logos" (Ibid., I. 5, 6).
El Demiurgo no podía conocer de ningún modo a este "hombre
espiritual": "puesto que
desconocía a la Madre, desconocía también su descendencia" (Ibid.). Este hombre espiritual es el
hombre que habitaba en el interior del alma de los gnósticos. Se trataba, por
tanto, de una chispa divina que,
aunque encerrada bajo la carne y el alma, procedía del Pleroma superior y extraño o ajeno al mundo. Por esa razón, los
gnósticos se denominaban a sí mismos pneumatikoi,
es decir, los que poseen el espíritu. Se constituirán en un grupo de hombres
superior por naturaleza a las otras dos clases de Humanidad: los "psíquicos", esto es, los
judíos y los cristianos ordinarios, los simples "creyentes", que
aunque tienen alma, no cuentan con espíritu; y, más inferiores aún, los "hýlicos", encadenados y sometidos
al cuerpo y la materia [20], es decir, los paganos [21].
[20] Puech, La Gnosis y el Tiempo, p. 287. Véase
también Jonas, La Religión Gnóstica,
p. 78.
[21] Valentín era
originario de Alejandría, una ciudad en la que, como en otras tantas de la
parte oriental del Imperio romano, convivían cristianos, judíos y paganos. Esa
antropología parece responder a la situación social y a las afinidades
religiosas de las corrientes gnósticas.
Hemos de añadir, sin embargo, que la utilización del término pneuma para designar esta chispa divina
y trascendente escondida y recubierta tanto por el soma como por la psyché
no es una creación exclusivamente gnóstica. También es de uso común en el Nuevo Testamento, especialmente en las
epístolas de Pablo de Tarso [22]. Como señala Hans Jonas (1903-1993), "el significado griego de psyché, con toda su dignidad, no era suficiente
para expresar la nueva concepción de un principio que trascendía todas las
asociaciones naturales y cósmicas unidas al concepto griego" (op. cit., p. 156).
[22] "Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús.
Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley
del pecado y la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la
impotencia por la carne, Dios,
habiendo enviado a su propio hijo en una carne semejante a la del pecado, y en
orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la
ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino
según el espíritu... las tendencias de la carne llevan al odio a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en
la carne, no pueden agradar a Dios.
Mas vosotros no estáis en la carne sino en el espíritu, ya que el espíritu de Dios habita en vosotros" (Romanos 8:1-4, 7-9). Véase también, por
ejemplo, 1 Corintios 15: 44, 46-49.
Los
gnósticos seguirán a Pablo en la creencia de que los hombres materiales no
pueden de ningún modo recibir la salvación, no están preparados para ello al
carecer de pneuma: "Lo material... perece por necesidad,
por cuanto no puede recibir ningún soplo de incorruptibilidad... la materia no
es capaz de salvación" (Ireneo, op.
cit., I. 6, 1). Pero, además, en las doctrinas valentinianas, la salvación
no se deriva de la conducta, sino de la esencia.
Ya hemos dicho cómo los hombres materiales la tienen absolutamente vetada; en
cambio, los psíquicos, aunque no pueden alcanzar la gnosis perfecta, pueden, siempre que observen una buena conducta (Ibid., I 6, 2), alcanzar una beatitud
psíquica, es decir, en la Mediedad, entre el cosmos y el Pleroma. Sólo el hombre espiritual se salvará absolutamente,
gracias a la simiente espiritual que porta en su interior.
«Del
mismo modo que lo terreno no puede participar en la salvación, porque no es
capaz de recibirla, así también lo espiritual... no puede recibir la
corrupción, cualesquiera que sean las obras a las que se entregue. El oro
arrojado en el barro no pierde su belleza, sino que conserva su propia
naturaleza, puesto que el barro en nada puede perjudicar al oro; así afirman acerca
de sí mismos que, aunque se entreguen a cualquier tipo de obras materiales, no
pueden recibir ningún daño ni perder la subsistencia espiritual» (Ibid.).
Como
no podía ser de otra forma, esta creencia fundamental del gnosticismo tendrá
fuertes implicaciones en su visión de la moralidad y la virtud cívica.
MÁS
ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL
El
gnóstico sólo está comprometido con una realidad absolutamente trascendente, con
un dios desconocido, inefable, apartado tanto de los cuerpos (soma) como de las almas (psyché) de los seres humanos. Él no las
ha creado ni derivan de su existencia. Sólo el pneuma es una propiedad divina. Por lo tanto, los nomoi, las leyes y normas que rigen la
ciudad y la moralidad pública no cuentan para los conocedores del reino del
espíritu. Al contrario, respetarlas supondría la sumisión al Demiurgo, a un
creador ignorante de su posición subordinada, una posición inaceptable cuando
uno se encuentra entre el limitado número de los elegidos: "las normas del reino no espiritual no pueden obligar a aquel que
pertenece al espíritu" (Jonas, op.
cit., p. 291).
La
salvación que el gnóstico tiene asegurada comporta una auténtica liberación de
las cadenas que lo unen al tiempo y al espacio mundano. Es una liberación en un
doble sentido: una libertad negativa, eleuthéria,
"desprendimiento o emancipación de
la tiranía del Destino y de la esclavitud del cuerpo y la Materia"; y
una libertad de signo positivo, exousía,
"poder absoluto o licencia de hacer
cuanto nos plazca" (Puech, op.
cit., p. 316). Clemente de Alejandría (ca. 150–215 d.C.), uno de los
fundadores de la filosofía cristiana [23], se mostrará escandalizado con la
prepotencia moral de los seguidores de las corrientes gnósticas:
«Dicen
que son por naturaleza hijos del primer Dios. Luego sacan ventaja de su noble
abolengo y de su libertad y viven como les apetece. Su voluntad es quedar libres
de todo dominio, y en su deseo de placer se consideran señores del sábado y
superiores a todas las razas de hombres a fuer de hijos del rey» [24].
[23] El otro fundador
será Orígenes (185-254 d.C.). Véase Werner Jaeger, Cristianismo Primitivo y Paideia Griega, Madrid, 1995, pp. 71ss.
[24] Clemente de
Alejandría, Stromata, III, 4, 30, en Los Gnósticos, vol. II, Madrid, 1983, p.
392.
Como
unos príncipes caprichosos, henchidos de arrogancia, se sentían con todo el
derecho de renunciar a acatar el nomos
que sujetaba a los mortales. Su argumento antinómico era tanto una superación
del platonismo —que sí aceptaba las enseñanzas mundanas como un paso previo
para dirigir la mirada al estrato superior de las ideas eternas—, como una
superación asimismo de la creencia judía en un dios creador del mundo. Los "ángeles que crearon el mundo"
(Ireneo, op. cit., I. 23, 3) someten
a los cuerpos a las leyes físicas y a las almas a las normas morales y políticas,
esclavizando de esta manera tanto a nuestra parte material como psíquica. Para
maestros gnósticos como Basílides o Carpócrates [25], o grupos como los
cainitas, las leyes de la ciudad no serían otra cosa que la vertiente psíquica
del dominio de los Arcontes, los aliados del Demiurgo, identificando a éste con
Yahvé, creador y legislador, el dios de los judíos, en el que siguen creyendo
por ignorancia el resto de los cristianos.
[25] No se conocen las fechas exactas
de la vida de estos pensadores, aunque se sabe que desarrollaron su actividad
en la primera mitad del siglo II.
Mezclando
la filosofía pagana con las creencias judías, los gnósticos rechazarán en
bloque los preceptos que emanan de los códigos legales de ambas perspectivas.
Su pneuma, su Yo auténtico, no puede
someterse a unas normas hechas para seres ignorantes y deficientes, en suma,
indignos por no haber accedido a la gnosis
de Dios. Ellos no pertenecen a la Naturaleza,
y por lo tanto se encuentran liberados de la heimarmené, de la tiranía cósmica. La violación de la ley es, en
este sentido, un signo de virtud gnóstica. O dicho de otra manera, el vicio
emancipa al espíritu, la virtud nos esclaviza. Al atribuír recompensas o
castigos, elogios o rechazos a determinadas acciones, la virtud niega la
libertad del espíritu, expone al gnóstico al rechazo o la aprobación de la
ignorante mayoría social y le dicta reglas de conducta que no le pertenecen
(Jonas, op. cit., p. 291-292).
CONTRA
YAHVÉ
El desprecio al dios de la Torá
hebrea es uno de los temas más recurrentes en las muy diversas corrientes del
gnosticismo cristiano. En realidad, no se le reconoce su papel como divinidad
por derecho propio y, en prácticamente todas las escuelas y autores, sólo se le
considera como una deidad subalterna o como el príncipe de los ángeles que
crearon este mundo material, cuya existencia es en sí misma una tortura para
los seres espirituales. El dios judío es, en pocas palabras, el alcaide de la
prisión cósmica. Un carcelero soberbio que tiene la arrogancia de
autoproclamarse como el único dios, a pesar de no disponer de ningún atisbo de gnosis divina.
Con ese platonismo tan incrustado en las enseñanzas valentinianas, que
les hacía ver la Tierra como un criatura degradada de un más allá de modelos
perfectos, los gnósticos defendían que la ignorancia del Demiurgo hebreo lo
llevó a hacer el cielo, "sin conocer
Cielo alguno, y formó al hombre sin saber del Hombre, e hizo aparecer la Tierra
desconociendo la Tierra... así en todo ignoraba los modelos de las cosas que
hacía" (Ireneo, op. cit., I.
5, 3). Era, en definitiva, un Demiurgo "insensato
y necio", que "no sabe lo
que hace ni lo que elabora" [26]. Es decir, un ser que no merece
adoración porque se trata nada más que de "una
Potencia muy separada y muy distante de la Potestad suprema que está sobre todas
las cosas, e ignorante del Dios que está por encima del universo" [27].
En el gnosticismo cristiano apreciamos, por tanto, una pronunciada
animadversión hacia Yahvé, hasta el punto de que algunos autores como Satornilo
[siglo II d.C.] llegarán a decir que Cristo, "el Salvador", vino al mundo "para destruír al dios de los judíos" y a todos los demás
arcontes (Ireneo, op. cit., I. 24, 2).
[26] Hipólito de Roma, Refutación de Todas las Herejías, VI,
33, p. 151.
[27] Ireneo, op. cit., I. 26, 1. Véase también Hipólito, Refutación, VII, 33. Esta descripción es atribuída al gnóstico
Cerinto.
Con
Marción de Sínope (ca. 85-160 d.C.) el dualismo entre los dos dioses alcanza la
que quizás sea su expresión más acabada. Por un lado habría un Dios
desconocido, extra-cósmico, amoroso y bueno, que se apiada de unas criaturas que
no son suyas, a las que no lo liga nada, ni siquiera una chispa divina
extraviada en tiempos inmemoriales. Por otro lado, estaría Yahvé, el dios
judío, un creador que somete al universo y a sus criaturas a una legislación
inflexible, causante, en último término, de la maldad y el sufrimiento humano.
El marcionismo dinamita cualquier puente entre esas dos divinidades y deja al
judaísmo como una religión opresiva y atrasada, una creencia que necesita ser
superada si de verdad el ser humano quiere salvarse y encontrar felicidad fuera
del mundo.
El gnosticismo
cristiano, con su recurrente desprecio a la religión judía —a su dios, a sus
leyes, a sus profetas o a su concepción de la vida social y política— abre la
puerta de par en par al anti-judaísmo metafísico, algo que, sin embargo, no se
diluyó con la desaparición de los pensadores y grupos gnósticos sino que, como
dice Gershom Scholem, "continuó
reafirmándose dentro de la Iglesia Católica y de sus descendientes heréticos a
lo largo de toda la Edad Media".–
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